Éramos una generación de estudiantes y residentes de pediatría especial, peculiar; marcados por la guerra interna guatemalteca que tenía sus fuertes razones endógenas y sus relativas causas geopolíticas, y económicas exógenas.
En la Universidad de San Carlos de ese tiempo se insistía en la teoría de que la única manera de terminar con la inequidad y la injusticia social, era un cambio brusco en la estructura del Estado, una “revolución”. Frente a ello, estaban los sueños de nuestros padres y, además, íntimamente nuestros propósitos de ser médicos… por el hecho de serlo para salvar vidas no importando de quienes fueran. Los ofrecimientos para que abandonáramos nuestra carrera estaban a la orden del día, que nos integráramos a las células guerrilleras, que la única manera de acabar con la desnutrición infantil y las enfermedades prevalentes era un cambio en el sistema; que el único camino era el enfrentamiento armado bajo una consigna ideológica… y que debíamos tomar una decisión: estar o no estar.
Supe de la muerte o desaparición forzada de muchos compañeros brillantes, nos enteramos que algunos se habían integrado a la guerrilla y que otros habían partido al exilio. Muchos optamos por quedarnos en los hospitales, porque sabíamos que los niños que asistían a ellos nos necesitaban y porque amábamos la medicina.
Aunque la gran mayoría simpatizábamos con las razones endógenas del conflicto, pudo más la vocación médica de servicio que nos embargaba, que nos inundaba.
El Hospital General San Juan de Dios era, como lo es hoy un centro de guerra desesperada contra la muerte; plagado de deficiencias técnicas y de infraestructura, donde el heroísmo médico era un hecho cotidiano. Vivimos nuestra propia guerra contra el infortunio, la enfermedad y la muerte; contra las consecuencias de la injusticia social, dotados únicamente de nuestro intelecto, nuestro esfuerzo permanente por aprender más, por prepararnos para ofrecer lo mejor que pudiéramos a nuestros pequeños pacientes. Tolerábamos casi cualquier cosa, pero nunca, nunca, nunca la negligencia, la indolencia, la irresponsabilidad en el tratamiento de quienes confiaban su vida a nosotros. Esa era nuestra ideología: la sensibilidad social, la responsabilidad y el trabajo.
Laborábamos y estudiábamos los 365 días del año y cada cuatro días turnábamos durante 36 horas ininterrumpidas, y aun así el tiempo “no alcanzaba” para la vastedad
De nuestras responsabilidades.
Salvamos muchas vidas y otras tantas se escaparon ante nuestros ojos y manos, impotentes ante la adversidad de la falta de recursos; pero esto último jamás lo esgrimimos como excusa… éramos enormemente exigentes con nosotros mismos y cuestionábamos minuciosamente nuestras actuaciones hasta el punto de concluir “que siempre pudimos haber hecho algo más”.
Recuerdo que el comer o dormir no eran factores que tomáramos en cuenta (perdíamos entre una y dos libras en un solo turno). Los monitores electrónicos de ese tiempo eran nuestros ojos y nuestras manos. Los modernos aparatos de ventilación mecánica eran ambos conectados a cilindros de oxigeno los cuales accionábamos rítmicamente con nuestras manos, con la exigencia a pesar del cansancio, de no pestañear siquiera. Nuestros catéteres para medir la presión venosa central eran sondas de alimentación nasogástrica que adaptábamos para insertar en las venas de nuestros pacientes.
¿Soñábamos? Sí, soñábamos. Soñábamos que alguna vez cuando hubiésemos escalado posiciones en la pirámide de la toma de decisiones podríamos equipar nuestro hospital de la mejor tecnología e insumos para que los niños tuviesen más posibilidades de sobrevivir.
Nuestra generación creció y nos graduamos casi de incógnitos, como pediatras. Al salir a la calle no teníamos empleo, debíamos buscar donde insertarnos, ser productivos y coadyuvar al sostenimiento de nuestras familias, la mayoría de ellos de clase media y baja.
Poco a poco fuimos encontrando los caminos que nuestra lucha y la providencia divina nos brindó. Algunos partieron al interior de la república donde eran muy necesarios, otros logramos alguna beca para continuar nuestros estudios en el extranjero, unos se quedaron trabajando ad-honorem en el hospital a la espera de alguna plaza por oposición, otros más fueron contratados por ONGs y agencias internacionales y algunos pocos siguieron carrera docente en la facultad de ciencias médicas. Varios comenzaron a “picar piedra” en sus clínicas privadas.
Yo conseguí ser contratado por una ONG, instalé mi clínica privada en la zona 1 (donde me entretenía leyendo y matando moscas), mientras también deambulaba de embajada en embajada buscando una oportunidad para continuar estudios en el extranjero, lo que finalmente logré, de una manera milagrosa en la de España. Para que nuevamente al volver y desempleado consiguiera algunas consultorías en agencias internacionales. Luego de trabajar ad-honorem algunos meses en el hospital general, finalmente obtuve una plaza por oposición como jefe de servicio de 4 horas y un año más tarde, otra plaza de 4 horas por oposición, como profesor del postgrado de pediatría en la USAC en el mismo hospital.
Los demás, y como bendición de Dios a sus esfuerzos, lograron un merecido éxito en los distintos caminos escogidos.
Hay una persona perteneciente a esa generación a quien particularmente quiero rendir tributo en ésta ocasión, el Dr. Erwin Raúl Castañeda a quien conocí siendo yo estudiante de pregrado de pediatría mientras él ya cursaba la residencia en dicha especialidad. De cuna humilde, siempre se sintió orgulloso de tres cosas: nacer en Zacapa, estudiar secundaria en el Instituto Nacional Central para Varones y graduarse como médico y cirujano en la gloriosa Universidad de San Carlos de Guatemala.
Por supuesto que tenía un sin número de virtudes, que sería muy largo nombrar, me circunscribiré a 3 de ellas:
- Era profundamente humano.
- Era celosamente responsable con sus pacientes.
- Era muy capaz y preparado.
Raúl o “Casta” como sus amigos lo llamábamos, también cosechó el éxito de acuerdo a sus expectativas, que no eran las riquezas materiales: llegó a convertirse por méritos en el Jefe del Departamento de Pediatría del hospital que tanto amó. Dicho cargo lo ocupó por cerca de 25 años. Durante su gestión y contra todas las adversidades e indolencias del Estado, construyó junto a sus colaboradores una unidad de Cuidado Crítico, el servicio para pacientes quemados, la unidad de espina bífida, fortaleció la unidad de Hematología-Oncología, el servicio para pacientes
Con enfermedad crónica, dotó con especialistas y recursos tecnológicos mínimos la mayoría de servicios del departamento a su cargo. Se preocupó porque los estudiantes y residentes tuvieran un periodo decoroso de descanso después de cada turno; logró, para resumir, en compañía de su equipo humano hospitalario una notable disminución en la mortalidad infantil en la pediatría. Paralelamente fue profesor universitario en su rama y, sin egoísmos de ningún tipo compartió con la juventud sus vastos conocimientos, experiencia y carácter humano.
Su brillante carrera lo llevó a ser electo mediante votación, presidente de la junta directiva del IGSS. Primero como suplente por el consejo superior universitario de la USAC y luego como titular por el colegio de médicos y cirujanos de Guatemala.
Lejos estaba este gran ser humano de imaginar que ese cargo que desempeñó con la idea de seguir construyendo un sistema de salud decente para el país, lo llevaría finalmente a la muerte.
Raúl falleció el 7 de septiembre, luego de casi 16 meses de prisión “preventiva” por el hecho de haber tomado junto a otros miembros de la junta directiva una decisión administrativa respecto a la cual jamás supuso pudiese tener las consecuencias que sus acusadores le imputaron y que aún no han sido probadas.
Fui testigo de la depresión que le provocó ver truncada de manera súbita y brutal su carrera al no recibir una medida substitutiva que le permitiera seguir trabajando para el mantenimiento moral social y económico de su familia mientras llegaba el día en que el debate oral o juicio se llevara a cabo.
Fui testigo de su temor constante porque el melanoma maligno que había sufrido un par de años antes (y del cual era sobreviviente) se reactivaba producto de su cautiverio.
Fui testigo que a pesar de todo, aún tenía sueños por cumplir.
Fui testigo directo de su muerte terrenal en circunstancias que no merecía.
Mi fe en Dios me dice que ahora “casta” está con él, al lado de su madre, fallecida también a finales de diciembre del año pasado y que le causó una devastadora tristeza estando en depresión.
Dios sí será justo con él por lo que durante su vida dio a los demás.
Ojalá que su partida sirva de reflexión para muchos que lo acusaron y condenaron sin darle la oportunidad de demostrar su inocencia.
El ya no está físicamente con nosotros, pero sus huellas permanecerán imperecederas en las sonrisas de muchos niños a los que salvó la vida y en la memoria y corazón de quienes le apreciamos y agradecemos el impacto positivo que dejó en nosotros.
Que Dios te colme de paz eterna y felicidad celestial Dr. Erwin Raúl Castañeda Pineda y de fortaleza a tu esposa, hijos y demás familia.
Tu ex alumno, compañero y amigo.
Dr. Jesús Oliva Leal
Pediatra
Ex decano de la Facultad de Ciencias Médicas de la
Universidad de San Carlos de Guatemala